
Esta vez la huella había quedado en su cuerpo.
En su mente resonando como eco otras palabras, aquéllas que hablaban del que muerde por debajo de la propia piel. El que se lanza como un perro a buscar lo que es suyo. Volvió a mirar su hombro largamente.
Hembra tatuada.
Recordó el temblor de su cuerpo y los gemidos ahogados por su propia mano. El cabello oscuro, revuelto que caía sobre sus pechos y le cubría en parte su absoluta desnudez. Ella sobre él, él sobre ella, amarrándola, sujetándola, aprisionándola, mordiendo su carne en medio del estertor que los sacudía, ella dejándose hacer, otorgando, propiciando todas y cada una de las caricias que se iban sucediendo como un engranaje perfecto.
Cerró sus ojos y volvió a sonreir sacudiendo su cabeza con resignación ante lo evidente.
Y por unos instantes sintió -otra vez- la humedad latiendo entre sus piernas.