¿Por qué cuesta tanto articular palabras que abundan en la mente y pugnan por salir cuando la sangre acude ahí donde se la llama? A continuación un homenaje al sentido más menospreciado del sexo: el oído.
No es sólo la humedad de la punta de una lengua hurgando en los laberintos de la oreja lo que puede dar un tirón en la entrepierna, como si desde allí colgara una plomada que obliga a apretar los muslos y es capaz de erguir en tótem cada pelo sobre la piel. Por ese orificio a veces menospreciado del oído penetran, insistentes, unas cuantas letras como canto rodado cayendo al vacío de un aljibe y encuentran su eco bien abajo, allí donde las caricias son el lugar común del sexo. A veces ni siquiera son letras, sonidos nada más que parecen emerger de otro abismo, del abismo del otro (la otra) que es posible ser cuando el abandono lo permite y no hay más brújula que saciar una sed morosa, que prefiere la sal antes que el agua porque sabe que en el alivio está el fin y volver a empezar es una aventura incierta (a menos que se tengan 20 años, claro). Unas pocas palabras, casi siempre las mismas –a juzgar por la experiencia, los testimonios, lo leído–, que huyen del decoro y abominan de lo correcto so pena de perder su eficacia de estilete, de punzón, de zanahoria en las narices del deseo. Esas que se dicen cuando el sudor es un vestido y un ruido como de focas chapaleando en la orilla se desprende de los cuerpos que se frotan. Más, más, sí, así, así, dame, dámelo todo, no te quedes con nada. Lenguaje rudimentario las más de las veces, capaz de enervar la piel y las neuronas, cuando se amplia e inventa escenas que no suceden pero que sí, porque para qué discriminar entre lo que se imagina y lo concreto. Qué bien lo saben los que tientan a las palabras en escritos indecentes. “Pon encima las dos manitos, Georgette. ¿No ves que hay espacio para tus dos palmas y aun así su glande purpúreo asoma y nos mira a todos por encima?”, decía Vávara, la princesa rusa de las Memorias que en la edición de Tusquets son compiladas y anotadas por un aristócrata también ruso y exiliado en Inglaterra durante la guerra de Crimea. Esa señorita de la invención, directora de las mejores escenas, sabía del poder de las palabras cuando ordenan y describen. “Todo está ahí, a la vista, pero cuando decís leche, cuando decís concha, su presencia se amplía porque se incorpora otro sentido, el oído”, como dice la sexóloga Adriana Arias. “Los jadeos de amor son pequeños chillidos que se parecen al grito de una garza, de una paloma, de un pavo real. Porque en definitiva “el lenguaje es una piel: yo froto mi lenguaje contra el otro”, dice Roland Barthes en Fragmentos de un discurso amoroso. ¡Ah, sí, las palabras, las cochinas palabras que ruborizan a los santos, prenden estrellas bermellón en las mejillas como huellas de pellizcos! Pero una cosa es el papel y otra la mecánica de los cuerpos que cuando se encastran parecen perder el discurso y la retórica en favor de las onomatopeyas, los monosílabos, los ayes y los suspiros. Son unos pocos afortunados los que dominan el relato cuando el sexo impone su ritmo. Parece que el vocabulario y la imaginación sufrieran de anorexia compulsiva –decime, decime lo que te gusta–. No hace falta más que hacer la prueba, preguntar a quienes están alrededor y recibir ese silencio solemne de quien busca en la memoria y no encuentra. O no quiere confesar. Y sin embargo las palabras se cuelan como agua por la hendija de un dique, como arena en las casas de veran. Tan bellas, tan simples, tan como cada uno de nosotros es.
Martha Dilllon