10 oct 2010

Los cuadernos de Don Rigoberto

—Te portas tan bien, que yo también quiero jugar. Voy a hacerte un regalo.

—¿Ah, sí? —se atoró Pluto—. ¿Cuál, Lucre?
—Mi cuerpo entero —cantó ella—. Entra, cuando te llame. A mirar, solamente.
No oyó lo que Modesto respondía, pero estuvo segura de que, en la penumbra del recinto, mientras su enmudecida cara asentía, rebalsaba de felicidad. Sin saber cómo lo iba a hacer, se desnudó, colgó su ropa, y, en el cuarto de baño, se soltó los cabellos («¿Como me gusta, amor mío?» «Igualito, Rigoberto.»), regresó a la habitación, apagó todas las luces salvo la del velador y movió la lamparilla de modo que su luz, mitigada por una pantalla de raso, iluminara las sábanas que la camarera había dispuesto para la noche. Se tendió de espaldas, se ladeó ligeramente, en una postura lánguida, desinhibida, y acomodó su cabeza en la almohada.

—Cuando quieras.
«Cerró los ojos para no verlo entrar», pensó don Rigoberto, enternecido con ese detalle púdico. Veía muy nítido, desde la perspectiva de la silueta dubitativa y anhelante del ingeniero que acababa de cruzar el umbral, en la tonalidad azulada, el cuerpo de formas que, sin llegar a excesos rubensianos, emulaban las abundancias virginales de Murillo, extendido de espaldas, una rodilla adelantada, cubriendo el pubis, la otra ofreciéndose, las sobresalientes curvas de las caderas estabilizando el volumen de carne dorada en el centro de la cama. Aunque lo había contemplado, estudiado, acariciado y gozado tantas veces, con esos ojos ajenos lo vio por primera vez. Durante un buen rato —la respiración alterada, el falo tieso— lo admiró. Leyendo sus pensamientos y sin que una palabra rompiera el silencio, doña Lucrecia de tanto en tanto se movía en cámara lenta, con el abandono de quien se cree a salvo de miradas indiscretas, y mostraba al respetuoso Modesto, clavado a dos pasos del lecho, sus flancos y su espalda, su trasero y sus pechos, las depiladas axilas y el bosquecillo del pubis. Por fin, fue abriendo las piernas, revelando el interior de sus muslos y la medialuna de su sexo. «En la postura de la anónima modelo de L'origine du monde, de Gustave Courbet (1866)», buscó y encontró don Rigoberto, transido de emoción al comprobar que la lozanía del vientre y la robustez de los muslos y el monte de Venus de su mujer coincidían milimétricamente con la decapitada mujer de aquel óleo, príncipe de su pinacoteca privada. Entonces, la eternidad se evaporó:
—Tengo sueño y creo que tú también, Pluto. Es hora de dormir.

Mario Vargas Llosa

"Los cuadernos de Don Rigoberto"


L'origine du monde,
Gustave Courbet (1866)

4 oct 2010

La vi parada allí

Yo era muy chico para que me gustara el bello Elvis, su pelvis tiritona y esa música de los coléricos norteamericanos que hacía zumbar los oídos en los años sesenta. Aquellos ritmos, mas el cursi bolero y el viejo tanguear, los recibí de las mujeres de mi familia que hacían los quehaceres domésticos ensayando pasos de baile con la radio prendida. A esa edad, mi relación con la música era indiferente, solo ambiental. Y no había ninguna melodía que hiciera vibrar la rata infante de mi emoción. En la primavera poblacional, llegaban los circos con su algarabía piñufla. Ocupando siempre el baldío de la cancha con sus carpas desteñidas, carteles payaseros y jaulas con un puma desnutrido. Apenas amarilleaban los aromos de septiembre, la banda del circo tronaba por los altoparlantes su tarrero sonar. Pero también por esas fechas aparecían los juegos de entretenimientos, los mismos que ahora solo se encuentran en el verano playero. Entonces, instalaban armazones de fierro para la silla voladora, el carrusel de caballitos, el tiro al blanco con patos de lata, mas unos cuantos taca tacas y kioscos de maní confitado. Pero al centro, se ubicaba el radio control en una caseta donde se dedicaban discos. Y en el segundo piso de este encatrado, había un escenario, donde los artistas hacían doblajes o concursos para los pobladores aburridos cuando aun los aparatos de televisión eran muy caros. Las chicas sonrojadas, solicitaban un disco por una moneda. Dedicado a Patricio, de parte de una admiradora, “La vi parada allí”, por The Beatles, susurraba por el micrófono el locutor. Y las nenas de la pobla, se secreteaban mirando al Patricio, rojo de vergüenza, aplaudido por la patota juvenil. Entonces, por primera vez en mi vida, me electrizó ese remezón beatlemaniaco. Esa música era una inquieta euforia melancólica apretándome el pecho, un guitarreo solo para mí. Un coro de voces yea yea  despeinando mis años jazmines. Me temblaba el esqueleto y la boca se me hizo agua al escuchar por primera vez a los chascones ingleses. No lo podía creer, estaba pálido, todo me temblaba, como si me fuera a desmayar, me vinieron unas ganas de llorar, reír, bailar, cantar…no sé. Las chicas gritaban yea yea. Los chicos daban pasos de rock en el tierral, y el Patricio con las mejillas encendidas y alisándose la chasquilla, me pidió  que le llevara  saludos a la chica del disco. Si me compras una entrada para la silla voladora, le dije, mirándolo inocente. El Pato tendría diecisiete y yo once años. Pero el se vestía con pulóver beatle, pantalones tubo, botas cortas y peinaba una chasquilla que le cubría sus lindas cejas. ¿Te gusta esta música?, me preguntó mascando chicle. ¿Sabes quienes son?, agregó metiéndose la mano al bolsillo. Los Beatles, exclamé bajito. Acércate, me dijo, mete la mano, aquí están las monedas para la silla voladora. Pero el bolsillo estaba roto. Y toqué un dedo tieso y caliente. “La vi parada allí”, seguía sonando cuando saqué la mano mojada. Y corrí a subirme a la rueda que giraba peligrosa sobre los techos de la población. Nunca le di sus saludos a la chica, en cambio, nos juntábamos con el Pato detrás de los juegos cada vez que sonaba “La vi parada allí” por The Beatles, era nuestra contraseña.

Pedro Lemebel



14 ago 2010

La nana y el iceberg


"Le rogué que se portara bien, que se pusiera a volar, que no me dejara abandonado justo ahora, desamparé con mi mano la caliente hendidura de tu cuerpo para ir a trabajar ese apéndice mío que ya debería estar entrando y saliendo de tu hendidura, y nada, inútil, sin respuesta. Yo sé que te acuerdas de todo: se supone que también era la primera vez para ti. No podía conseguir que ese mono frío ahí abajo obedeciera las órdenes. Traté de concentrarme en tus sofocados susurros de placer, en tu expectante excitación, pero lo único en que podía pensar era en mi padre a miles de kilómetros hacia el sur. En ese mismo momento debía estar tirándose a su mina número cinco mil cuarenta y tantos, interponiéndose entre tu cuerpo y el mío, Janice, entre mi cuerpo y mi pico. Mi papá me jodió, mi madre me había jodido al contarme prematuramente esa historia, el desgraciado del Che Guevara me había jodido al morirse y dejarme con vida para escuchar tu voz que me preguntaba qué pasaba, ¿si algo me pasaba? Me lo preguntabas con tus labios y con tus tetas y con los músculos que te temblaban en los muslos y con los dedos de los pies que me rascaban suavemente el trasero, y yo tuve que abandonar el bote, esa noche y las dos noches que siguieron, hasta que me di enteramente por vencido."


Ariel Dorfman
La nana y el iceberg

15 mar 2010

La madre de las santas




"Quien desea follarse a Catalina,

Para que lo comprenda la gente docta
Debe decir vulva, vagina
Y seguir con coño y potta.
Pero nosotros los grandes desgraciados
Decimos celda, superchería, gorrioncita,
Hendida, hendidura, fisura, agujero, gruta,
Estupidez, higo, zapatilla, guitarra,
Rata, piscinita, funda, buñuelo,
Pajarita, espuerta, peluca, varpelosa
Alcantarilla, gatera, ventanilla,
Pitita, aquel-hecho, aquella-cosa,
Orinal, entrepierna, caracolillo,
La-jaula-del-pitito y la-jugosa.
Y para completar,
Alguien la llama vergüenza, alguien naturaleza,
Alguien porquería, orzuelo y sepultura. "

La madre de las santas

Giuseppe Gioacchino Belli
Italia (1791-1863)

5 mar 2010

Pero basta el deseo, el sobresalto del amor, la sirena deviaje, y entonces es más bien un nudo tenso en torno al haz de
todos los sentidos y sus múltiples ramas ramificadas hasta el
árbol de la primera tentación, hasta el jardín de las delicias y
sus secretas ciencias de extravío que se expanden de pronto
de la cabeza hasta los pies igual que una sonrisa, lo mismo
que una red de ansiosos filamentos arrancados al rayo, la
corriente erizada reptando en busca del exterminio 0 la salida,
escurriéndose adentro, arrastrada por esos sortilegios que son
como tentáculos de mar y arrebatan con vértigo indecible
hasta el fondo del tacto, hasta el centro sin fin que se desfonda
cayendo hacia lo alto, mientras pasa y traspasa esa orgánica
noche interrogante de crestas y de hocicos y bocinas, con
jadeo de bestia fugitiva, con su flanco azuzado por el látigo
del horizonte inalcanzable, con sus ojos abiertos al misterio
de la doble tiniebla, derribando con cada sacudida la nebulosa
maquinaria del planeta, poniendo en suspensión corolas como
labios, esferas como frutos palpitantes, burbujas donde late la
espuma de otro mundo, constelaciones extraídas vivas de su
prado natal, un éxodo de galaxias semejantes a plumas girando
locamente en el gran aluvión, en ese torbellino atronador que
ya se precipita por el embudo de la muerte con todo el universo
en expansión, con todo el universo en contracción para el parto
del cielo, y hace estallar de pronto la redoma y dispersa en la
sangre la creación.


El sexo, sí,
más bien una medida:
la mitad del deseo, que es apenas la mitad del amor.

El jardín de las delicias (fragmento)
Olga Orozco

Argentina (1920-1999)

24 feb 2010

Nadie nada nunca

"Va entrando, despacio, como en un pantano, en la mujer de bronce, que lo recibe con un silencio reconcentrado, los ojos cerrados, la boca entreabierta, el labio superior encogido dejando ver cuatro dientes opacos, la cavidad de la boca envuelta en una penumbra rojiza. Su boca se pega a los labios entreabiertos. Las manos, que buscan primero las tetas espesas, blandas, se deslizan a los costados y se reúnen en la espalda sudorosa, se tocan un momento y bajan hasta las nalgas, apoderándose de ellas; las manos oprimen y apelotonan la carne blanda, incitando al cuerpo de la mujer a arquearse de modo tal que ya no se apoya sobre la cama –aparte de la cabeza que reposa sobre la almohada aplastada por el beso inmóvil– más que por los omóplatos y por la planta de los pies: el resto está en el aire, en tensión, sosteniendo el cuerpo del Gato que, como en un pantano, ha entrado en ella."

Juan Jose Saer
Nadie nada nunca

12 feb 2010

Primavera negra


" ¡Basta de espiar por el ojo de la cerradura!. ¡Basta de masturbarse en la oscuridad!. ¡Basta de confesiones públicas!. ¡Qué salten las puertas de sus quicios!. Quiero un mundo en el que la vagina esté representado por un rudo y honesto tajo, un mundo que sienta por los huesos y los contornos, los crudos colores primarios; un mundo que sienta miedo y respeto por sus orígenes animales.
Estoy harto de ver vaginas coquetas, disfrazadas, deformadas, idealizadas. Vaginas con las puntas de los nervios al aire. No quiero ver a las muchachas vírgenes masturbándose. En el secreto de sus habitaciones, o comiéndose las uñas, o arrancándose el pelo o echadas durante todo un capítulo en una cama llena de migas de pan.Quiero los palos funerarios de Madagascar, con un animal encima de otro y en la cúspide Adán y Eva con un rudo y honesto tajo entre las piernas. Quiero hermafroditas que sean verdaderos hermafroditas, y no falsarios que caminan con penes atrofiados y vaginas secas. Quiero una pureza clásica, donde la porquería sea porquería y los ángeles sean ángeles. "
 
Henry Miller