28 oct 2011

El asesino



La muerte correcta está escrita.
Colmaré la necesidad.
Mi arco está tenso.
Mi arco está listo.
Soy la bala y el garfio.
Estoy amartillada y dispuesta.
En mi alza lo tallo
como un escultor. Moldeo
su última mirada hacia todos.
Cambio sus ojos y su cráneo
constantemente de posición.
Conozco su sexo de macho
y lo recorro con mi dedo índice.
Su boca y su ano son uno.
Estoy en el centro de la emoción.
Un tren subterráneo
viaja a través de mi ballesta.
Tengo un cerrojo de sangre
y lo he hecho mío.
Con este hombre tengo en mis manos
su destino y con este revólver
tengo en mis manos el periódico y
con mi ardor tomaré posesión de él.
Se inclinará ante mí 
y sus venas saldrán en desorden
igual que niños... Dame
su bandera y sus ojos.
Dame su duro caparazón y su labio. 
Él es mi mal y mi manzana y
lo acompañaré a casa.

ANNE SEXTON
(Newton, EE.UU.,1928-Massachusetts, EE.UU., 1974)

26 oct 2011

La intensidad de las víctimas




“…estamos abiertos otra vez un pequeño
y húmedo batracio de piel lisa y ojos de 

desnudo
azulejo vivo 
y sin domesticar sin respetar los estiletes 
eran ofrendas de musgo y papeles que
se curvan al acercarles la llama de un fósforo 

.Todo era 
tinta que se derrama, niebla sobre el pastizal 

que se borra, 
cuadernos viejos de tapas arrancadas
¿Dónde estás sabor de la noche, sorpresa de los 

baños 
con puertas escritas por rouge, carteles flojos 

en un viento 
de astillas fijas? 
¿Me querías delatora? al fin contando las 
vergüenzas de una garganta acariciada al fin 

confesa
duerme sobre mi lengua, idioma que te 
pierdes en los asientos traseros de los taxis. 

Escombros de
mi boca. Saliva de lentos mástiles. Bandera 

arrancada y 
tirada sobre el cabello de los muertos.
¿Me querías de uñas esmaltadas, estúpida, de 

tacos 
dejados en la escalera? ¿Me querías estimulante 

en una 
sábana cruda, mordiendo bordes, poseída y sin 

nadie?
pídele paz a esas sienes insoladas, a ese 
tajo en el vientre en la pollera ese tajo de 

milonga 
arrastrada
y sin domesticar afilando tu tijera en la caja 

de costura.
tu cabello cae trenzado
y aún escribes inclinada contra el foco.
Todavía silvestre errabas entre mármoles
y no había suavidad, ni misales con dorados 

rezos, ni pena 
tenías, ni un jarro para calentar café.
Tu proximidad con el desastre era lo que 

tardarías en 
caer desde tus tacos de alto negro
¿para qué esa rasada tela nocturna? ¿y las 

escamadas 
estrellas que se estremecen, como un 

desparramado pez, 
en la saliva de una boca que es noche sueño que 

se repite
incompleto pesadilla que habla por pasillos 

donde se 
apagaron las lámparas?
deja tu lengua en mi lengua como a una 
hermana siamesa como criaturas que aman su 
imperfección.
No quiero el reposo de los que se estiran al 

sol, 
apretados al agua lavada de las piscinas
no confío en el pudor. Dame hambre y bestias
y corrales de piedras encajadas y páramos 

lluviosos con 
sombra impresa de líquenes
dame desorden muletas que derivan en sótanos 
inundados columnas encaladas y piedad
quejidos en las cúpulas volcadas de la ciudad 

sin patria
seres expulsados de las mesas familiares, 

heridos entre 
el estallido de las copas, entre pocillos de 

porcelana que 
transparentan la oscuridad de las manos
seres sutiles vagamente sospechosos
dame esa sangre de los atravesados por un 

familiar 
cuchillo de cocina
porque no callaron cuando debían
y cayeron con un trémulo ramito de perejil 

entre los dedos 
que son vapor ahora blancas desenvolturas de un 
aliento que pide.
era turbada por algunas palabras.”


LA INTENSIDAD DE LAS VICTIMAS (fragmento)


LEONOR GARCÍA HERNANDO
(Tucumán, Argentina, 1955-Buenos Aires, 2001)


25 oct 2011

Jardín de Venus



CUENTOS BURLESCOS
DE DON FÉLIX MARÍA SAMANIEGO

Escribiolos en el Seminario de Vergara de Álava por los años de 1780 y tienen
burlas de frayles y monjas y mucho chiste y regocijo.




LOS GOZOS DE LOS ELEGIDOS

Iba un guardia de corps, lector amado,
a más de media noche, apresurado
a su cuartel y, al revolver la esquina
de la calle vecina,
oyó que de una casa ceceaban
y que, abriendo la puerta, le llamaban.
Determinó acercarse
porque era voz de femenil persona
la que el lance ocasiona,
y sin dudar, a tiento,
de uno en otro aposento,
callado y sin candil, dejó guiarse
hasta que, al parecer, llegó la dama
donde estaba la cama
y le dijo: -Desnúdate, bien mío,
y acostémonos pronto, que hace frío.
El guardia la obedece
metiéndose en el lecho que le ofrece,
cuyo calor benéfico al momento
le templa el instrumento,
y mucho más sintiendo los abrazos
con que en amantes lazos
la dama que le entona
expresiva y traviesa le aprisiona.
Entonces, atrevido,
intentó la camisa remangarla
y rijoso montarla;
más quedó sorprendido
al ver que ella obstinada resistía
la amorosa porfía,
y que, si la dejaba,
también de su abandono se quejaba,
hasta que al fin salió de confusiones
oyendo de la dama estas razones:
-¿Cómo te has olvidado
de modo con que habemos disfrutado
siempre de los placeres celestiales?
¿Los deleites carnales
pudiera yo gustar inicuamente
cuando mi confesor honestamente
sabes que me ha instruido
de cómo gozar debe el elegido
sin que sea pecado?
¡Pues bien que te has holgado
conmigo en ocasiones
sin faltar a tan puras instrucciones!
El guardia, deseando le instruyera
en lo que eran caricias celestiales,
dejó que dispusiera
la dama de sus partes naturales;
y halló que su pureza consistía
en que el varonil miembro introducía
dentro de su natura
por cierta industriosísima abertura
que, sin que la camisa se levante,
daba paso bastante,
-como agujero para frailes hechoa
cualquier recio miembro de provecho.
Con tal púdico modo
logró meter el guardia el suyo todo,
gozando a la mujer más cosquillosa
y a la más santamente lujuriosa.
Mientras los empujones,
ella usaba de raras expresiones,
diciendo: -¡Ay, gloria pura!
¡Oh celestial ventura!
¡Deleites de mi amor apetecidos!
¡Ay, goces de los fieles elegidos!
El guardia, que la oía
y a su pesar la risa contenía,
dijo: -Por fin, señora,
no he malgastado el tiempo, pues ahora
me son ya conocidos
los goces de los fieles elegidos.
Al escuchar la dama estas razones,
desconoció la voz que las decía;
mas, como en los postreros apretones
entorpecer la acción no convenía,
exclamó: -¡Ay, qué vergüenza! ¡Un hombre extraño....!
¡No te pares...! ¿Se ha visto tal engaño...?
¡Angel del paraíso....! ¡Qué placeres....!
¡Ay, métemelo bien, seas quien fueres!

Félix María Samaniego

21 oct 2011

Ella



Ella anuda hilos entre los hombres
y lleva de aquí para allá la mariposa profunda
ala del paisaje y del alma de un país, con su polen...

Ella hace sensible el clima de los días, con su color y su perfume...
a su pesar, muchas veces, como bajo un destino.
Testimonio involuntario, ella,
de un cierto estado de espíritu, de un cierto estado de las cosas,
en que la circunstancia da su hálito...

Pero se dirige siempre a un testigo invisible,
jugando naturalmente con la tierra y el ángel,
el infinito a su lado y el presente en el confín...

Más es el don absoluto, y la ternura,
ella que es también el término supremo y la última esencia
con las melodías de los sentidos y los símbolos y las visiones
y los latidos
para el encuentro en los abismos... Mas tiene cargo de almas,
y es la comunicación,
el traspasado ser, "como se da una flor", en el nivel de los niños,
más allá de sí misma, en el olvido puro de ella misma...

Y no busca nunca, no, ella...
espera, espera, toda desnuda, con la lámpara en la mano,
en el centro mismo de la noche.

Juan L. Ortiz
Argentina (1896-1978)

20 oct 2011

El banquete

En primer lugar, tres eran los sexos de los hombres, no dos como ahora, masculino y femenino, sino que había además un tercero que era común a esos dos, del cual aún perdura el nombre, aunque el mismo haya desaparecido. El andrógino, en efecto, era entonces una sola cosa en cuanto en su figura y nombre, que participaba de uno y otro sexo, masculino y femenino, mientras que ahora no es sino un nombre que yace en la ignominia. En segundo lugar, la figura de cada individuo era por completo esférica, con las espalada y los costados en forma de círculo; tenía cuatro brazos, y dos rostros sobre un cuello circular, iguales en todo; y una cabeza, una sola, sobre estos dos rostros, situados en direcciones opuestas, y también cuatro orejas, dos órganos sexuales y todo lo demás según uno puede imaginarse de acuerdo con lo descrito hasta aquí.
Eran pues, terribles por su fuerza y su vigor, y tenían gran arrogancia, hasta el punto de que atentaron contra los dioses.
Tras mucho pensarlo, al fin Zeus tuvo una idea y dijo: "Me parece que tengo una estratagema para que continúe habiendo hombres y dejen de ser insolentes, al hacerse más débiles. Ahora mismo, en efecto, voy a cortarlos en dos a cada uno, y así serán al mismo tiempo más débiles y más útiles para nosotros, al haber aumentado su número".
Así pues, una vez que la naturaleza de este ser quedó cortada en dos, cada parte echaba de menos a su mitad, y se reunía con ella, se rodeaban con sus brazos, se abrazaban la una a la otra, anhelando ser una sola naturaleza, y morían por hambre y por su absoluta inactividad, al no querer hacer nada los unos separados de los otros.
Al oír esto, sabemos que ni siquiera uno solo se negaría ni dejaría ver que desea otra cosa, sino que sencillamente creería haber escuchado lo que anhelaba desde hacía tiempo, es decir, unirse y fundirse con el amado y llegar a ser uno solo los dos que eran. Pues la cusa de esto es que nuestra antigua naturaleza era ésa que se ha dicho y éramos un todo; en consecuencia el anhelo y la persecución de ese todo recibe el nombre de amor. 
"



El banquete (fragmento)
Platón

10 oct 2010

Los cuadernos de Don Rigoberto

—Te portas tan bien, que yo también quiero jugar. Voy a hacerte un regalo.

—¿Ah, sí? —se atoró Pluto—. ¿Cuál, Lucre?
—Mi cuerpo entero —cantó ella—. Entra, cuando te llame. A mirar, solamente.
No oyó lo que Modesto respondía, pero estuvo segura de que, en la penumbra del recinto, mientras su enmudecida cara asentía, rebalsaba de felicidad. Sin saber cómo lo iba a hacer, se desnudó, colgó su ropa, y, en el cuarto de baño, se soltó los cabellos («¿Como me gusta, amor mío?» «Igualito, Rigoberto.»), regresó a la habitación, apagó todas las luces salvo la del velador y movió la lamparilla de modo que su luz, mitigada por una pantalla de raso, iluminara las sábanas que la camarera había dispuesto para la noche. Se tendió de espaldas, se ladeó ligeramente, en una postura lánguida, desinhibida, y acomodó su cabeza en la almohada.

—Cuando quieras.
«Cerró los ojos para no verlo entrar», pensó don Rigoberto, enternecido con ese detalle púdico. Veía muy nítido, desde la perspectiva de la silueta dubitativa y anhelante del ingeniero que acababa de cruzar el umbral, en la tonalidad azulada, el cuerpo de formas que, sin llegar a excesos rubensianos, emulaban las abundancias virginales de Murillo, extendido de espaldas, una rodilla adelantada, cubriendo el pubis, la otra ofreciéndose, las sobresalientes curvas de las caderas estabilizando el volumen de carne dorada en el centro de la cama. Aunque lo había contemplado, estudiado, acariciado y gozado tantas veces, con esos ojos ajenos lo vio por primera vez. Durante un buen rato —la respiración alterada, el falo tieso— lo admiró. Leyendo sus pensamientos y sin que una palabra rompiera el silencio, doña Lucrecia de tanto en tanto se movía en cámara lenta, con el abandono de quien se cree a salvo de miradas indiscretas, y mostraba al respetuoso Modesto, clavado a dos pasos del lecho, sus flancos y su espalda, su trasero y sus pechos, las depiladas axilas y el bosquecillo del pubis. Por fin, fue abriendo las piernas, revelando el interior de sus muslos y la medialuna de su sexo. «En la postura de la anónima modelo de L'origine du monde, de Gustave Courbet (1866)», buscó y encontró don Rigoberto, transido de emoción al comprobar que la lozanía del vientre y la robustez de los muslos y el monte de Venus de su mujer coincidían milimétricamente con la decapitada mujer de aquel óleo, príncipe de su pinacoteca privada. Entonces, la eternidad se evaporó:
—Tengo sueño y creo que tú también, Pluto. Es hora de dormir.

Mario Vargas Llosa

"Los cuadernos de Don Rigoberto"


L'origine du monde,
Gustave Courbet (1866)

4 oct 2010

La vi parada allí

Yo era muy chico para que me gustara el bello Elvis, su pelvis tiritona y esa música de los coléricos norteamericanos que hacía zumbar los oídos en los años sesenta. Aquellos ritmos, mas el cursi bolero y el viejo tanguear, los recibí de las mujeres de mi familia que hacían los quehaceres domésticos ensayando pasos de baile con la radio prendida. A esa edad, mi relación con la música era indiferente, solo ambiental. Y no había ninguna melodía que hiciera vibrar la rata infante de mi emoción. En la primavera poblacional, llegaban los circos con su algarabía piñufla. Ocupando siempre el baldío de la cancha con sus carpas desteñidas, carteles payaseros y jaulas con un puma desnutrido. Apenas amarilleaban los aromos de septiembre, la banda del circo tronaba por los altoparlantes su tarrero sonar. Pero también por esas fechas aparecían los juegos de entretenimientos, los mismos que ahora solo se encuentran en el verano playero. Entonces, instalaban armazones de fierro para la silla voladora, el carrusel de caballitos, el tiro al blanco con patos de lata, mas unos cuantos taca tacas y kioscos de maní confitado. Pero al centro, se ubicaba el radio control en una caseta donde se dedicaban discos. Y en el segundo piso de este encatrado, había un escenario, donde los artistas hacían doblajes o concursos para los pobladores aburridos cuando aun los aparatos de televisión eran muy caros. Las chicas sonrojadas, solicitaban un disco por una moneda. Dedicado a Patricio, de parte de una admiradora, “La vi parada allí”, por The Beatles, susurraba por el micrófono el locutor. Y las nenas de la pobla, se secreteaban mirando al Patricio, rojo de vergüenza, aplaudido por la patota juvenil. Entonces, por primera vez en mi vida, me electrizó ese remezón beatlemaniaco. Esa música era una inquieta euforia melancólica apretándome el pecho, un guitarreo solo para mí. Un coro de voces yea yea  despeinando mis años jazmines. Me temblaba el esqueleto y la boca se me hizo agua al escuchar por primera vez a los chascones ingleses. No lo podía creer, estaba pálido, todo me temblaba, como si me fuera a desmayar, me vinieron unas ganas de llorar, reír, bailar, cantar…no sé. Las chicas gritaban yea yea. Los chicos daban pasos de rock en el tierral, y el Patricio con las mejillas encendidas y alisándose la chasquilla, me pidió  que le llevara  saludos a la chica del disco. Si me compras una entrada para la silla voladora, le dije, mirándolo inocente. El Pato tendría diecisiete y yo once años. Pero el se vestía con pulóver beatle, pantalones tubo, botas cortas y peinaba una chasquilla que le cubría sus lindas cejas. ¿Te gusta esta música?, me preguntó mascando chicle. ¿Sabes quienes son?, agregó metiéndose la mano al bolsillo. Los Beatles, exclamé bajito. Acércate, me dijo, mete la mano, aquí están las monedas para la silla voladora. Pero el bolsillo estaba roto. Y toqué un dedo tieso y caliente. “La vi parada allí”, seguía sonando cuando saqué la mano mojada. Y corrí a subirme a la rueda que giraba peligrosa sobre los techos de la población. Nunca le di sus saludos a la chica, en cambio, nos juntábamos con el Pato detrás de los juegos cada vez que sonaba “La vi parada allí” por The Beatles, era nuestra contraseña.

Pedro Lemebel