13 may 2008


"...Mi mujer vuelve a acomodarse y ambos quedan tendidos en el espacio entre la mesa y la pared, acariciándose apenas. Alcanzo a distinguir cómo se eriza la piel de mi mujer. Llega un momento en que los dos parecen estar dormidos. Siento mi miembro erecto aplastado por la pila de carpetas, que empieza a ceder, recorrido por un dolor entre angustioso y gratificante, retenido.
Lo primero que se mueve es la mano del hombre, que vuelve a acariciar y después a introducirse en el surco de las nalgas, destacándose morena contra el blanco purísimo de la piel de mi mujer, que despierta con un estremecimiento de todo el cuerpo.El temblor parece transmitirle energía al hombre, que toma a mi mujer y la alza en peso, mientras él se entrepara. Mi mujer alcanza a aferrar con los brazos los dos pilares de la U de madera, y resiste el embate rítmico del hombre por detrás. Ahora sí abre los ojos de par en par y me mira fija, hipnóticamente, hasta que se ve obligada a cerrarlos cuando ambos llegan por segunda vez al orgasmo.
La mesa se ha sacudido casi hasta descolarse, una de las carpetas se ha desplazado de la pila y ha caído, pero sin sacarlos del trance animal en que se mueven.Ya me duele el brazo, y la erección ha desaparecido: siento todo el cuerpo al borde del calambre. Pienso que tal vez vuelvan a caer, a relajarse, dormirse: son las cinco menos diez.
Pero el rostro de mi mujer, que se ha echado hacia atrás esquivando hábilmente el borde de la mesa para quedar unos instantes de rodillas junto a las piernas del hombre, sufre una transformación horrible: recobra en un segundo los rasgos cotidianos, la leve arruga nerviosa en la comisura izquierda de los labios, el gesto general alerta, defensivo. Cuando la mano del hombre intenta acariciarle la espalda, ella se la aparta, eficaz y terminante, mientras le dice que tiene que ir ya mismo a buscar a nuestros hijos a la escuela.
No sé de qué manera, pero el hombre expresa con las piernas (por las que el pantalón ha bajado hasta formar una especie de pedestal informe), con las manos, incluso con el miembro, que ha recibido el mensaje, el baldazo de agua fría. Una de las manos baja despacio y alza la enagua de mi mujer, aquella de seda ocre que le compré en Harrod's para nuestro quinto aniversario. Pienso que va a alcanzársela, pero lo que hace es limpiarse con cuidado el miembro, mientras con la otra mano se sube primero los pantalones y toma después su ropa.
Mi mujer se ha puesto con rapidez el vestido violeta, los zapatos. Nuevamente les veo sólo las piernas, las del hombre ahora inmóviles mientras se abrocha la camisa, las de mi mujer moviéndose, taconeando hasta perderse cortadas por el borde de la puerta que da al pasillo. Reconozco el ruido a vidrios flojos de la puerta del baño. Advierto que se ha llevado la enagua.
Vuelve un segundo después. Por un instante las piernas de los dos reproducen con tal perfección la posición de cuando entraron, que temo ver cómo las de mi mujer se apoyan otra vez contra al puerta y cómo otra vez los tacos del hombre me apuntan, para recomenzar. Pero es una décima de segundo que no detiene los pasos firmes de mi mujer, el tirón de la puerta al abrirse, el ruido que hace al cerrarse, sofocado por la humedad, casi neumático, y los pasos que se alejan hacia el ascensor.
Ahora sí, con cierta dificultad, podré pararme."

Elvio Gandolfo
La oscuridad bajo la mesa