Me estrechaba entre sus brazos chatos y se adhería a mi cuerpo, con una violenta viscosidad de molusco. Una secreción pegajosa me iba envolviendo, poco a poco, hasta lograr inmovilizarme. De cada uno de sus poros surgía una especie de uña que me perforaba la epidermis. Sus senos comenzaban a hervir. Una exudación fosforescente le iluminaba el cuello, las caderas; hasta que su sexo —lleno de espinas y de tentáculos— se incrustaba en mi sexo, recipitándome en una serie de espasmos exasperantes. Era inútil que le escupiese en los párpados, en las concavidades de la nariz. Era inútil que le gritara mi odio y mi desprecio. Hasta que la última gota de esperma no se me desprendía de la nuca, para perforarme el espinazo como una gota de lacre erretido, sus encías continuaban sorbiendo mi desesperación; y antes de bandonarme me dejaba sus millones de uñas hundidas en la carne y no tenía otro remedio que pasarme la noche arrancándomelas con unas pinzas, para poder echarme una gota de yodo en cada una de las heridas... ¡Bonita fiesta la de ser un durmiente que usufructúa de la predilección de los súcubos!
Oliverio Girondo
"Espantapájaros", 1932