29 jul 2009

Las hazañas del joven Don Juan - Apollinaire


“Yo había visto ya unos pechos de mujer en imagen o en las estatuas, pero jamás ninguno al natural.
La mujer del administrador estaba apurada. No tenía abrochado más que un botón de la blusa, y ocurrió que, al inclinarse para hacer mi cama, el botón se soltó y yo pude ver su pecho entero ya que llevaba una camisa muy escotada.Di un salto:-¡Se va a helar usted, señora!Y haciendo como que quería volver a abrocharle la blusa, deshice la cinta que retenía su camisa sobre los hombros. En ese mismo instante, los dos pechos parecieron saltar de su escondite y sentí todo su grosor y su firmeza.Los botones que tenía en medio de cada pecho resaltaban, eran rojos y estaban rodeados de una aureola muy ancha y de color pardo.Esas tetas eran tan firmes como un par de nalgas, y cuando las oprimí un poco con ambas manos habrían podido ser tomadas por el culo de una linda muchacha.Tan sorprendida se quedó la mujer, que me dio tiempo, antes de que se recobrara de la emoción, de besar sus pechos a placer.
Olía a sudor, pero de una manera bastante agradable que me excitaba. Era ese “olor a hembra” que, como supe más tarde, emana el cuerpo de la mujer y que, según su naturaleza, excita el placer o el desagrado.
¡Ah,ah! Pero ¿en qué está pensando usted? No…eso no se hace…Pues soy una mujer casada…y por nada del mundo…
Éstas eran sus palabras, mientras yo la empujaba hacia la cama. Yo me abría la bata, me levanté la camisa y le mostré mi miembro en un estado de terrible excitación.
-¡Déjeme, estoy en estado, oh! ¿Pero señor! Si alguien nos viera…
Ella se seguía defendiendo, pero más débilmente.
Por otra parte, su mirada no se apartaba de mis partes pudendas. Se mantenía contra la cama en la que yo me esforzaba en dejarla caer.
-¡Me hace usted daño!
-¡Pero, hermosa señora, si nadie nos ve ni nos oye!-dije.
Ahora estaba sentada en la cama. Yo seguía empujando. Ella cedió, se echó boca arriba y cerró los ojos.
Mi excitación ya no conocía límites. Levanté sus vestidos, su camisa y vi un hermoso par de muslos que me entusiasmaron más que los de las campesinas. Entre los muslos cerrados vi una pequeña mata de pelos castaños, en los cuales era imposible distinguir la raja.
Caí de rodillas, tomé sus muslos, los palpé por todas partes, los acaricié, puse mis mejillas junto a ellos y los besé. De los muslos, mis labios subieron al monte de Venus, que olía a pis, si cabe, me excitaba aún más.
Levanté su camisa y miré con asombro la enormidad de su vientre, en el que el ombligo estaba en relieve en vez de estar hundido como el de mi hermana.
Lamí este ombligo. Ella estaba inmóvil, sus pechos le caían sobre los costados. Levanté uno de sus pies y lo puse sobre la cama . Apareció ante mí su concha. Al principio me asusté al ver los dos grandes labios, gruesos y hinchados, cuyo color tendía a marrón.

Para ser honesto, no podía decirse que el espectáculo fuera exactamente admirable, pero me gustó tanto más cuanto que esta mujer era bastante limpia. No pude dejar de meter mi lengua en su raja y rápidamente lamí una y otra vez el clítoris, que se endurecía bajo mi frenético hacer.
Este lameteo me cansó pronto, entonces reemplacé mi lengua por un dedo, ya que la raja estaba muy húmeda. Luego tomé sus pechos, cuyas puntas puse en mi boca chupándolas suavemente. Mi dedo índice no dejaba el clítoris, que se endurecía y aumentaba de tamaño.

Acto seguido, me despojé de mi camisa y sentí una cierta vergüenza al hallarme desnudo delante de una mujer, sobre todo casada y encinta.
Tomé la mano sudorosa de la mujer del administrador y la posé sobre mi miembro. Este contacto resultaba realmente exquisito.
Ella apretó primero suavemente y luego con más fuerza. Yo había aferrado sus tetas, que me encantaban.
La besé en la boca y ella me ofreció sus labios con solicitud.
Todo en mí tendía hacia el placer. Me ubiqué entre los muslos de la mujer del administrador, que estaba sentada, pero ella exclamó:
Arriba no, porque así me duele. No puedo ya dejármelo hacer por delante.
Bajó de la cama, se volvió y se inclinó, con la cara sobre el lecho. Aunque no agregó nada más, mi instinto me reveló la clave del secreto. Recordé haber visto a dos perros en acción. Tomé entonces a medor como ejemplo, y levanté la camisa de Diana, que era el nombre de la mujer del administrador.
Apareció ante mí el culo, pero un culo como no había soñado nunca otro igual en mi vida. …Era de un blanco deslumbrante. Igual que los pechos y los hermosos muslos.

Abajo del colosal culo, entre los muslos, aparecía la concha carnosa y jugosa en la que hurgué con un dedo juguetón.
Pegué mi pecho contra el culo desnudo de la mujer, y traté de rodear con mis brazos su inabarcable vientre, que colgaba como un globo majestuoso.
Entonces, besé sus nalgas, luego froté en ellas mi miembro…. Introduje mi ardiente pija en su concha, a modo de un cuchillo en una bola de mantequilla. Luego empecé a moverme como un condenado, haciendo rebotar mi vientre contra el elástico culo.
Eso me puso totalmente fuera de mí. Yo no sabía lo que hacía, y llegué al máximo de la voluptuosidad, eyaculando por primera vez mi semen en la concha de una mujer.


"Las hazañas del joven Don Juan"
Apollinaire

23 jul 2009


¿Hay un momento más hermoso?
Estoy contigo
y tú inflamas mi corazón.
Tomarme y acariciarme
cada vez que entras a mi casa
¿no es eso el placer?
Cuando buscas tomar
mis caderas y mis senos
¡no los dejes!
Magnífico es el día en que nos pasamos apretados.
Los cientos de miles y los millones no son nada en comparación.
¡Oh, mi dios, mi amigo!
Qué dulce que es sumergirme,
bañarme delante de ti...
Dejarte ver mi belleza,

en mi túnica de lino real
cuando está mojada.
¡Ah! ven, ¡mírame!
Tu amor ha penetrado todo mi ser
como la miel sumergida en el agua
como la esencia que penetra las especias
como cuando se mezclan nuestras savias...
...pues el cielo hace ascender su amor
como asciende la llama en la paja
Y mi deseo es como el picotazo de un buitre.
Turbada está mi sangre.
La boca de mi hermana es un pimpollo.
Sus senos, manzana de amor,
Sus brazos, una rama viva
que me ofrece un lugar secreto.
¿Vas a partir porque quieres comer?
¿Qué eres, pues, tú, esclavo de tu vientre?
¿Vas a partir para cubrirte?
¡Pero yo tengo sábanas sobre el lecho!
¿Vas a partir porque tienes sed?
Toma pues mi seno.
Lo que contiene sobra para ti.
Mi corazón está lleno de tu amor.
Y como corrí para encontrarte
se me ha caído la mitad de mis trenzas.
Mi corazón te desea (Oh, hermano mío)
Y haré por ti lo que busques
¡Estaré viva en tu abrazo!


Anónimo (Menfis o Tebas hacia 1500 antes de Jesucristo)
manuscrito de Londres.
Historia del Erotismo - Lo Duca

21 jul 2009


"Los ojos cansados advirtieron que en los lóbulos de las orejas había el mismo matiz rojo, cálido y sanguíneo, que se intensificaba hacia las yemas de los dedos. Podía ver las orejas a través del cabello. El rubor de los lóbulos de las orejas indicaba la frescura de la muchacha con una súplica que le llegó al alma. Eguchi se había encaminado hacia esta casa secreta inducido por la curiosidad, pero sospechaba que hombres más seniles que él podían acudir aquí con una felicidad y una tristeza todavía mayores. El cabello de la muchacha era largo, probablemente para que los ancianos jugaran con él. Apoyándose de nuevo sobre la almohada, Eguchi lo apartó para descubrir la oreja. El cabello de detrás de la oreja tenía un resplandor blanco. El cuello y el hombro eran también jóvenes y frescos; aún no mostraban la plenitud de la mujer. Echó una mirada a la habitación. En la caja sólo había sus propias ropas; no se veía rastro alguno de las de la muchacha. Tal vez la mujer se las había llevado, pero Eguchi tuvo un sobresalto al pensar que la muchacha podía haber entrado desnuda en la habitación. Estaba aquí para ser contemplada. Él sabía que la habían adormecido para este fin, y que esta nueva sorpresa era inmotivada; pero cubrió su hombro y cerró los ojos. Percibió el olor de un niño de pecho en el olor de la muchacha. Era el olor á leche de un lactante, y más fuerte que el de la muchacha. Era imposible que la chica hubiera tenido un hijo, que sus pechos estuvieran hinchados, que los pezones rezumaran leche. Contempló de nuevo su frente y sus mejillas, y la línea infantil de la mandíbula y el cuello. Aunque ya estaba seguro, levantó ligeramente la colcha que cubría el hombro. El pecho no era un pecho que hubiese amamantado. Lo tocó suavemente con el dedo; no estaba húmedo. La muchacha tenía apenas veinte años. Aunque la expresión infantil no fuese por completo inadecuada, la muchacha no podía tener el olor a leche de un lactante. De hecho, se trataba de un olor de mujer, y sin embargo, era muy cierto que el viejo Eguchi había olido a lactante hacía un momento. ¿Habría pasado un espectro? Por mucho que se preguntara el porqué de su sensación, no conocería la respuesta; pero era probable que procediera de una hendidura dejada por un vacío repentino en su corazón. Sintió una oleada de soledad teñida de tristeza. Más que tristeza o soledad, lo que le atenazaba era la desolación de la vejez. Y ahora se transformó en piedad y ternura hacia la muchacha que despedía la fragancia del calor juvenil. Quizás únicamente con objeto de rechazar una fría sensación de culpa, el anciano creyó sentir música en el cuerpo de la muchacha. Era la música del amor. Como si quisiera escapar, miró las cuatro paredes, tan cubiertas de terciopelo carmesí que podría no haber existido una salida. El terciopelo carmesí, que absorbía la luz del techo, era suave y estaba totalmente inmóvil. Encerraba a una muchacha que había sido adormecida, y a un anciano."


Yasunari Kawabata
La casa de las bellas durmientes

20 jul 2009



Me van quedando pocos hombres en el cuerpo. A veces sólo sus marcas. Falta un trozo de oreja donde hubo un beso, o la mitad de un labio. Menos vello en el pubis desde alguna caricia y estos paños de té frío en los ojos para bajar el ardor. Siempre les pedí que no me tocaran los pies. No podría vivir sin la ceremonia de ir cada noche a regar las plantas que nunca ninguno se atrevió a tocar. El último que vino a visitarme me contó que los helechos están mejor que nunca, que se respira vida en el patio.



El Jardín
Adriana Fernández