15 feb 2007

Ella, la otra


Ahí en la entrepierna, ahí abajo mis ganas (no me gusta la palabra deseo) te espera latente –no agazapadas sino latiendo-. Mi otra boca, ella, rebalsa en su apetito y tiene el oficio de ser ágil y exacta, flexible y religiosa, es la pirámide de un resplandor de oxígeno al que le gusta usar mis bombachas. Tiene miles de años de elegancia y de músculos, sabe batir tu sangre hasta sentirla derramarse tibia, blanca y hasta se le antoja agridulce. Quiero que sepas que tu estremecimiento allí, es la causa de las palabras locas que en esos momentos se me escapan graciosas en el ridículo idioma que hablo desde bebé. Mis entrañas tienen la marca del origen. Pero tu lengua me dice cosas extraordinarias y hace que se me llenen las orejas del ardor de los fósforos. Y todo lo que hagas sobre mí, va siempre hacia abajo. Ahí se forman las arrugas, y ella aprende, coronada, cómo abrirse. Tan despierta y profunda como un túnel enllamarado me hace creer que llega hasta mi centro, llega a cada rincón de mi lado de adentro que siempre es parecido al tugurio, al burdel que se mueve al compás de todo acople. Ella parece un párpado oliendo tu medida en centímetros. Sabe y bendice el vértigo que nos crece, ella es un estado de luz y de sombra. Pero podés verla azul a la luz de la tele o de la luna. A veces creo que es negra, o rosa. No sé. Su color y su forma, dicen, se explica en que tiene circulación lenta, estremecida y en que se abre al desamparo de cualquier dormitorio, como si comprendiese. Suda como la sábana, palpita como un trago y de sólo rozarla con la mano podés ver su tornasol, su textura como de terciopelo. Cuando estés con ella, invitala a bailar lento, le gusta.